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Mediante oficio
distinguido con las letras y números TPI-00264 del 26 de julio de 2000, la
Secretaría de este Tribunal Supremo de Justicia en Pleno remitió el presente
expediente a esta Sala Constitucional, contentivo de la demanda de nulidad
presentada por el ciudadano LUIS COVA
ARRIA, asistido por los abogados Allan Randolph Brewer Carías, Ezra
Mizrachi y Oswaldo Padrón, contra la decisión del extinto Congreso de la
República, del 8 de mayo de 1980, por la cual se declaró su responsabilidad
política y administrativa en la adquisición del buque “Sierra Nevada”.
El 10 de agosto
de 2000, se dio cuenta en Sala y se designó ponente al Magistrado Héctor Peña
Torrelles. Posteriormente, dada la nueva
designación de los Magistrados que integran esta Sala Constitucional, la cual
quedó constituida por los Magistrados Iván Rincón Urdaneta, Jesús Eduardo
Cabrera Romero, José M. Delgado Ocando, Antonio J. García García y Pedro Rafael
Rondón Haaz, se designó ponente al Magistrado Antonio J. García García, quien,
con tal carácter, suscribe el presente fallo.
Realizada la
lectura individual del expediente, esta Sala Constitucional pasa a decidir
previas las consideraciones que siguen:
I
El 20 de junio
de 1980 el abogado LUIS COVA ARRIA,
representado por los abogados Allan Brewer-Carías, Ezra Mizrachi y Oswaldo
Padrón, solicitó ante la Sala Plena de la extinta Corte Suprema de Justicia la
nulidad parcial de la decisión del extinto Congreso de la República, del 8 de
mayo de 1980, por la cual se declaró, junto con otras personas, su
responsabilidad política y administrativa en la adquisición de un buque
denominado “Sierra Nevada” y que ese órgano estimó irregular.
El 21 de julio
de 1980 se dio cuenta del escrito y se acordó pasarlo al Juzgado de
Sustanciación, el cual admitió la demanda por auto del 27 de enero de 1981. En
ese auto se ordenó la notificación del Presidente del Congreso de la República,
del Fiscal General de la República y del Procurador General de la República,
así como la expedición de un cartel emplazando a los interesados en el proceso.
Realizadas las
notificaciones ordenadas, el 16 de marzo de 1981, el demandante consignó el
ejemplar de prensa en el que constaba la publicación del cartel de
emplazamiento. El 8 de abril de 1981 compareció nuevamente el demandante y
consignó documentos que, en su criterio, debían ser estimados para la decisión
de su recurso, así como un escrito explicativo de los mismos.
El 2 de febrero
de 1982 se designó nuevo ponente y se dejó constancia del comienzo de la
relación de la causa.
El 1º de marzo
de 1982, oportunidad fijada para la celebración del acto de informes,
compareció la parte demandante y consignó su escrito de conclusiones. Asimismo,
se recibió el escrito contentivo de la opinión del Procurador General de la
República y, el 13 de abril de 1982, la del Fiscal General de la República.
El 21 de abril
de 1982 terminó la relación de la causa y se dijo “Vistos”.
El demandante
sostuvo que el acto que impugna está viciado de nulidad por extralimitación de
atribuciones, toda vez que el entonces Congreso de la República actuó de una
manera no autorizada por las normas que determinaban su competencia. En
concreto, denunció que el Congreso, pese a tener poder para realizar
investigaciones y para efectuar declaratorias de responsabilidad, no podía
extender esa última facultad a los particulares, sino que debía limitarse a
ejercerla respecto de los funcionarios públicos.
Expuso el
demandante que, en el año 1977 fue contratado por la Corporación Venezolana de
Fomento, en su condición de abogado especialista en materia marítima, para
asesorar jurídicamente en la adquisición de un buque llamado “Ragni Berg” y que
luego recibió el nombre de “Sierra Nevada”. Una vez realizadas las tareas para
las que fue contratado, expuso el recurrente, le fueron pagados sus honorarios
profesionales.
Posteriormente,
el Congreso de la República abrió una investigación por considerar que en esa
compra se habían cometido graves irregularidades que comprometían la
responsabilidad política, moral y administrativa del Presidente de la
República, del Contralor General de la República, del Ministro de Fomento y del
Presidente de la Corporación Venezolana de Fomento. Durante los debates
parlamentarios realizados al efecto, se decidió extender la investigación al
demandante de la presente causa, por estimar que su participación era también
sancionable.
Una vez
terminada esa averiguación, los congresistas procedieron a votar acerca de las
responsabilidades (política, moral y administrativa) de cada uno de los
investigados. La decisión, adoptada por mayoría de votos, fue la de eximir de
responsabilidades al Contralor General de la República y la de declarar la responsabilidad
política de todos los demás investigados, así como la responsabilidad
administrativa del Ministro de Fomento, del Presidente de la Corporación
Venezolana de Fomento y del abogado que es demandante en este proceso, y a
todos, no obstante, se les eximió de responsabilidad moral. Respecto del
abogado Cova Arria se decidió, además, instar al Ejecutivo Nacional para que se
le destituyese del cargo que desempeñaba, para ese momento, en la Compañía
Anónima Venezolana de Navegación.
Es esa decisión
del Congreso de la República, adoptada el 8 de mayo de 1980, la impugnada a fin
de que la Corte Suprema de Justicia (y ahora este Tribunal Supremo de Justicia)
la anule en lo que al recurrentes respecta, y los motivos para fundar su
recurso fueron los siguientes.
El demandante
expone, en primer lugar, que no discute el poder de control que tiene el Poder
Legislativo sobre la Administración Pública, establecido expresamente en la
Constitución, el cual puede ser ejercido por sí mismo o a través de sus órganos
auxiliares y sin que su existencia implique la negación de las facultades de
control que puedan tener otros órganos estatales. Sin embargo, tal control, que
el recurrente califica como “político
parlamentario”, sólo “se ejerce sobre los funcionarios públicos
para apreciar su responsabilidad con efectos políticos, y no puede abarcar ni a
los particulares ni a personas morales privadas en cuanto a apreciación de
responsabilidades”.
Según el
recurrente, “la posibilidad de controlar
a la Administración Pública (…) tiene su fundamento en la consagración de la
responsabilidad del Estado y de sus funcionarios”, ya que únicamente
tendría sentido un poder contralor en “un
Estado responsable con funcionarios responsables”. Al contrario, “cuando el Estado y sus funcionarios son
irresponsables no tiene sentido hablar de control sobre su administración”. Por
tanto -en criterio del accionante-, “el
control parlamentario sobre la Administración Pública está indisolublemente
unido y vinculado a la responsabilidad de sus funcionarios y existe en
Venezuela, precisamente, por la responsabilidad de éstos, constitucionalmente
prevista”. A tal efecto destaca el recurrente las previsiones de la
Constitución de 1961 en las que se establecía la responsabilidad pública:
artículo 46, según el cual los funcionarios o empleados públicos que ordenen o
ejecuten actos que violen o menoscaben derechos constitucionales incurren en
responsabilidad penal, civil y administrativa; artículo 47, que consagraba la
responsabilidad de la República, los estados y los municipios en caso de que
sus autoridades legítimas en el ejercicio de sus funciones causen daños;
artículo 121, según el cual el ejercicio del poder público acarrea
responsabilidad individual por abuso de poder o violación de la ley; artículos
192 y 196, que disponían la responsabilidad del Presidente de la República y de
los ministros, respectivamente; y artículo 220, que facultaba al Ministerio
Público para intentar las acciones necesarias para hacer efectiva la
responsabilidad penal, civil y administrativa de los funcionarios públicos con
motivo del ejercicio de sus funciones.
De acuerdo con
el demandante, todas esas normas establecen la garantía frente a las
actuaciones ilegales del Estado y, a fin de darle valor a esos principios
constitucionalmente previstos, se facultó al Congreso para ejercer una labor de
control. El demandante hace una extensa reseña de las distintas facultades de
control de que disponía el Congreso bajo el amparo de la Constitución de 1961,
tanto las que se ejercían con carácter previo como las que se desarrollaban a posteriori.
Ahora bien, de acuerdo con el demandante ese control sólo podría realizarse “en los términos establecidos en esta
Constitución”, por disponerlo así el propio artículo 139 del Texto
Fundamental de 1961, el cual prevé una atribución a la vez que fijaba sus
límites. Por ello, las facultades contraloras no podrían “ser ejercidas arbitrariamente sobre los particulares sino con sujeción
al propio texto constitucional” (sic). De no atenderse a esa restricción, “el acto que resulte estaría viciado de
extralimitación de atribuciones”, puesto que “ninguna norma constitucional permite al Congreso apreciar la
responsabilidad de particulares derivadas del ejercicio de la profesión de
abogado”.
El demandante, a
continuación, expone que el Congreso se extralimitó en sus atribuciones, puesto
que él no ha “tenido en ningún caso la
calidad (sic) de funcionario público”, lo cual sería “particularmente cierto” en su intervención, “como abogado, en la revisión jurídica de los documentos necesarios
para adquisición del buque ‘Sierra Nevada’, en cuyo caso la única calidad que
tenía era la de un abogado en pleno ejercicio de su profesión, llamado a
prestar un servicio profesional en razón de poseer conocimientos especializados
en una determinada rama jurídica”. Expone el demandante que “por razón de la prestación de tal servicio,
enmarcado por la Ley dentro del concepto genérico del ejercicio profesional de
la abogacía con carácter liberal resulta imposible concluir sobre una
condición, la de funcionario público que (…) obedece a criterios bien
distintos”.
A fin de
demostrar que su actuación como abogado no encaja en la noción de funcionario
público, el demandante citó los conceptos que proporcionaban la Ley de Carrera
Administrativa y la Ley contra el Enriquecimiento Ilícito de Funcionarios y
Empleados Públicos, así como jurisprudencia de la Corte Federal y de la Corte
Suprema de Justicia. Además, hizo un resumen de la doctrina que al respecto han
sentado autores nacionales, además de la Procuraduría General de la República y
la Contraloría General de la República. De todas esas citas, señaló, se extrae que el funcionario público es
aquél que trabaja para el Estado, en virtud de un nombramiento oficial, así sea
temporal.
De seguidas, el
demandante señaló que el ejercicio profesional de la abogacía implica, según la
Ley de Abogados, que no se está bajo nombramiento ni designación oficial, que
sería la característica principal en un funcionario. Es más, destacó el
accionante que “el ejercicio profesional
es incompatible con el carácter de empleado o funcionario público, bien de
manera absoluta -cuando la dedicación al empleo público sea a tiempo completo-
o durante el tiempo de ejercicio de la función, en el caso de los funcionarios
electos”, tal como lo establece la misma Ley de Abogados. Esa ley prevé
unos supuestos de excepción en los que son compatibles la función pública y el
ejercicio profesional, pero en el resto de los casos “el ejercicio profesional y el carácter de empleado o funcionario
público son excluyentes, y, por tanto, la prestación de servicios propios de la
abogacía, en régimen de independencia, a un organismo público, no puede servir
de fundamento para atribuir la condición de empleado o funcionario público, ni
para calificar a usuales convenios de fijación de honorarios como contratos de
empleo que, por vía de excepción, pueden servir de ingreso a la función
pública”.
El demandante
afirmó que la “adjetivación de la
responsabilidad” como política y administrativa “no es asunto de azar, de estilo, ni un problema de mera semántica”,
sino que con ello se quiere expresar la idea de “responsabilidades que tienen su origen limitativamente en el ejercicio
de ciertas funciones –políticas y administrativas-, que sólo pueden ser
imputadas a quienes tengan la condición de funcionarios públicos, sea en
términos generales o en el sentido limitativo o restrictivo de ciertas leyes
especiales”. A ello agregó el recurrente que “la responsabilidad política –y esto es evidente- no puede
postularse sino de quienes por razón de sus funciones cumplen funciones (sic)
de dirección, decisión y orientación de las políticas del Estado Venezolano,
algo que, ciertamente, no puede aproximarse, ni relacionarse, con la ejecución
de actos definidos como del ejercicio profesional”. La responsabilidad administrativa –agrega-
sí abarcaría a otras personas que no tengan cargos de dirección, pero sólo si tienen la condición de
funcionario público.
Por otra parte,
el demandante sostiene que la extralimitación de atribuciones en que habría
incurrido el Congreso “surge también del
hecho de que la decisión impugnada, en realidad, (…) enjuicia la forma y modo
del ejercicio de la profesión de abogado y establece una responsabilidad
derivada de tal juicio, sin tener competencia para ello”. El demandante,
para demostrar la irregularidad en la actuación del órgano autor del acto
impugnado, hace un resumen de las opiniones doctrinales y de los criterios
judiciales para la determinación de la naturaleza jurídica del contrato que se
celebra entre un abogado y su cliente. Tal tipo de contratos, en su opinión, no
crea dependencia respecto del cliente ni obliga a llegar a un resultado
determinado. El accionante afirmó que en el contrato que firmó con la
Corporación Venezolana no se “creó una
relación de dependencia”, pues su “actuación
de Fomento no se hacía totalmente libre y la obligación asumida, a diferencia
del contrato de obras, no constituía una obligación de resultado, sino una de
medios, es decir, que debía asistir a la Corporación Venezolana de Fomento en
la redacción de unos contratos o documentos para la adquisición de una nave, y
para que el pago de un precio convenido sin mi participación, opinión o
influencia, se hiciese sólo después de verificarse la legalidad de los títulos
respectivos, para lo cual debía prestarle, conjuntamente con otros
profesionales del Derecho, nacionales y extranjeros, mis conocimientos
profesionales”.
El demandante
trajo a los autos una certificación expedida por la Oficina Central de
Personal, del 21 de mayo de 1980, en la que su Coordinador General da fe de que
en ella no aparece ningún expediente a nombre del actor, por lo que, a los
efectos de tal dependencia, nunca ha ostentado la condición de funcionario
público. El demandante, además, expuso que su vinculación con la Corporación
Venezolana de Fomento, y su carácter de
simple prestación de servicios de asesoría jurídica contractual, queda
reflejada en las propias declaraciones del Ministro de Fomento y del Presidente
de la Corporación para la fecha de la investigación.
El demandante
relata, a continuación, en qué consistió exactamente su participación en la
compra del buque que luego dio origen a la investigación parlamentaria. Según
afirma, él fue llamado por la Corporación Venezolana de Fomento cuando ya las
negociaciones estaban efectuadas y el precio convenido, así como la manera en
que éste se pagaría. En virtud de que se le había contratado precisamente para
asesorar en la adquisición, el demandante habría hecho -según asevera- dos
observaciones que consideró pertinentes, a fin de que la compra se realizase en
las condiciones correctas. Los contactos entre la empresa vendedora y el
comprador estaban tan adelantados que, incluso, el buque ya había sido objeto
de inspección por parte de la Contraloría General de la República, la cual dio
luego su informe favorable. Al demandante, cumplidos esos trámites, le habría
correspondido redactar, conjuntamente con el Consultor Jurídico de la
Corporación Venezolana de Fomento, los documentos para efectuar la
compra-venta. Expuso el recurrente que ninguna función adicional tenía en un
negocio en el que las partes habían acordado sus condiciones y en el que la
Contraloría General de la República había dado su visto bueno. A él le correspondió
sólo, en su condición de abogado asesor, “verificar
con otros abogados, la legalidad de la documentación presentada, a fin de que
la misma estuviese de acuerdo con las disposiciones legales venezolanas,
noruegas y suizas que regulan la transmisión de propiedad de un Buque”, lo
que, según el actor, cumplió “a cabalidad
(…), ya que la propiedad del Buque se transmitió a la Corporación Venezolana de
Fomento, sin sujeción a carga, gravamen o restricción legal alguna”. En tal
sentido, el demandante hizo énfasis en que no tuvo ninguna injerencia en la
fijación del precio del buque, salvo para “redactar
los documentos que garantizaban a la C.V.F., que el pago del mismo solo se
hiciese cuando todos los documentos legales para la transferencia de la
propiedad, plena y sin gravámenes ni restricciones administrativas de las
autoridades Noruegas, se hubiesen efectuado”.
En criterio del
accionante “la obligación que asumiera en
ese contrato fue eficiente, cabal y diligentemente cumplida” y no se tiene “noticias de que, persona alguna, pública o
privada, de Noruega o de cualquier otro país, haya presentado reclamación legal
alguna que afecte la titularidad de los derechos de propiedad y posesión (…)
adquiridos por la C.V.F.”. En cualquier caso, el demandante aseguró que en
el supuesto de que se creyese que tenía responsabilidad por indebida actuación,
“la misma tendría que encuadrarse
solamente en tres tipos de responsabilidades: Penal, Civil o Disciplinaria”,
que son las únicas previstas en la Ley de Abogados.
Señaló el
demandante que el primer tipo de responsabilidad enumerado surge si se incurre
en delito previsto en la ley y es juzgado por los tribunales de la jurisdicción
especial penal; el segundo tipo podría ser una responsabilidad derivada de la
primera o que nazca de la violación de sus obligaciones contractuales; la
tercera forma de responsabilidad se generaría por incumplimiento de los deberes
profesionales, aun cuando en este último caso los actos del abogado hubieren
sido “perfectamente lícitos”, pero
sancionables en virtud de ciertas normas éticas. De estas tres clases de
responsabilidades, el demandante dedicó el final de su escrito sólo a la de
tipo disciplinario, a fin de dejar sentado que, de existir una que derive del
mal cumplimiento de sus funciones como abogado o de sus obligaciones éticas,
solo podría ser decidida por el Tribunal Disciplinario de Colegio de Abogados
en el que está inscrito, por disponerlo así la ley, y no por el Congreso de la
República.
En fin, toda la
demanda se fundamentó en un sólo motivo: que el demandante, abogado en
ejercicio, no era funcionario público, por lo que el Congreso no podía
declararle responsable política y administrativamente por la supuesta
adquisición irregular de un buque. Por tanto, al declararse su responsabilidad
en el caso expuesto, ese órgano parlamentario se extralimitó en sus
atribuciones.
El Procurador General de la República
defendió la constitucionalidad de la decisión impugnada, en los términos
siguientes:
Inició su exposición afirmando que los “argumentos del recurrente que parten de
estimación de que el Congreso no pudo hacer pronunciamiento sobre su actuación
como abogado, en la revisión jurídica de los documentos necesarios para la
adquisición del buque Sierra Nevada, en virtud de no ser el órgano al que
corresponde tal atribución, se estiman válidos, en tanto tal actuación
profesional haya sido liberal, es decir, en cuanto su compromiso se refiera
sólo a lograr los medios jurídicos idóneos para alcanzar los fines de la
negociación, sin que la filiación de éstos le compitiera”.
Luego de hacer esa consideración previa,
el Procurador General intentó ubicar la presente controversia dentro de los
poderes del Congreso. Al respecto, destacó que “la materia del recurso (…) se ubica dentro de lo que el artículo 160
de la Constitución establece como control de carácter investigativo”, el
cual, en su criterio, está previsto “con total amplitud” y abarca a todos
los funcionarios de la Administración Pública y los institutos autónomos y
también a los particulares, aunque respecto de estos últimos se aclara que
quedan a salvo sus “derechos y
garantías”.
En cualquier caso, puso de relieve el
Procurador General, que era necesario que el Congreso remitiera al Ministerio
Público todos los recaudos de los que disponía para que pudiera hacerse
efectiva la responsabilidad que él declara, al término de su investigación,
según lo dispuesto en el artículo 220 de la Constitución de 1961. Todo ello
-agregó- debido a que el poder del Congreso no afecta las competencias del
Poder Judicial, tal como lo contempla el artículo 161 de esa misma
Constitución. Tampoco afectaría -continúa- las competencias de otros órganos,
por lo que el Procurador termina su exposición inicial afirmando que el poder
parlamentario se extiende sólo a la investigación y al acopio de documentación
que sirva de base para que el Ministerio Público o la Contraloría General de la
República hagan valer, jurídicamente, la responsabilidad. El Procurador estima
que ello es lo aconsejable, “pues la
Constitución no permite adoptar una versión más amplia de las atribuciones del
poder legislativo en materia investigativa”.
Realizadas esas consideraciones que
demostrarían los límites al poder del Congreso para declarar una
responsabilidad efectiva, el Procurador General pasó a analizar el alcance de
la declaratoria de responsabilidad que el Congreso podía efectuar al final de
su investigación, si considerase que existían motivos para ello. Al respecto,
afirmó, que esa decisión no era un acto jurídico, sino político. En concreto,
en su escrito señaló que: “la votación
corrida en el Congreso no comportó propiamente un acto con relevancia jurídica,
(…) sino más bien un hecho sin consecuencias en la esfera del derecho por haber
sido realizado fuera del contexto de las atribuciones jurídicas del Poder
Legislativo, valioso sólo como existente desde el punto de vista político; y en
la esfera del debate político, con todas las consecuencias que se le quieran
atribuir y con todas las defensas de la misma índole que puedan neutralizarlo”.
Afirmó el Procurador que “el pronunciamiento de una mayoría del
Congreso en el sentido de atribuirle responsabilidad administrativa, política o
moral a un ciudadano (sea o no funcionario público; habiéndolo o no sido), es
simplemente un pronunciamiento propio de los debates políticos, dentro de la
esfera de acción libérrima que caracteriza la actuación de los cuerpos
legislativos”. Así, estima que decisiones como la impugnada corresponden “a la naturaleza misma de los Congresos y
Parlamentos” como parte de “la
realización de debates políticos”.
En ese mismo orden de cosas, el
Procurador destacó que los cuerpos parlamentarios “son los herederos de la tradición de los debates públicos que se
efectuaban en el ágora de las ciudades griegas, en el Senado romano, y en las
Cortes y Estados Generales de los Estados europeos, por lo cual queda claro que
dicha votaciones consisten en un pronunciamiento cuya única secuela es expresar
una opinión ante tales cuestiones”, sin otra consecuencia “que la de hacer saber que esa opinión, y,
si fuere el caso, remitir los recaudos que llevaron a tomarla a los órganos de
la correspondiente jurisdicción a través de las vías legítimas (Fiscal General
de la República en los casos que competen a los tribunales ordinarios;
Contralor General de la República en los casos en que a través de él deba
tramitarse responsabilidad administrativa)”.
Para el Procurador, los congresantes
podían “opinar sobre todos los asuntos
que les parezcan convenientes; pueden incluso votar dentro de las comisiones de
control de investigación y pronunciarse en esa votación sobre variados
aspectos”. Además, según expuso, esa “amplísima
libertad de expresión de que disfrutan está reforzada por el amparo de la inmunidad
parlamentaria”. De esta manera, en ejercicio de su libertad de opinión
podían formular ciertas declaraciones, aunque “ello no implica, necesariamente, que de sus opiniones resulte un acto
jurídico”.
Partiendo de esa premisa, el Procurador
General sostuvo que “si tales votaciones
conducen a manifestar simplemente una opinión política (…) nos encontramos ante
una situación que no es susceptible de ser anulada puesto que no tiene
existencia jurídica propiamente dicha, sean cuales fueren las consecuencias que
acarreare”. Asegura que ello debe interpretarse así, puesto que “las nulidades jurídicas proceden contra
actos jurídicos, pero no contra actos no jurídicos que inciden en otras esferas
normativa distintas tal derecho”. Incluso destaca el Procurador que en el
presente caso el recurrente lo deja entrever, puesto que “no pide que se extinga ninguna consecuencia jurídica particular,
ningún efecto jurídico singular o concreto de las referidas votaciones, como
sería el caso del pedimento de que se le elimine una inhabilitación de que
suprima una pena” (sic).
También indicó el Procurador General que
en el caso de autos “frente al recurrente
no existe ningún derecho-habiente, ningún titular de un derecho subjetivo,
nadie que esté investido de un poder legal o competencia jurídica que permita
imponerle una determinada conducta, exigirle una acción u omisión;
correlativamente, no es sujeto pasivo u obligado en ninguna relación”. No existe nadie que pueda actuar contra él,
debido a que “ello únicamente sería posible
(…) si dichas votaciones comportaran la emisión de actos de estructura
bilateral, es decir, contentivos de normas imperativo-atributivas -que conceden
derechos o potestades y correlativamente imponen deberes y obligaciones- y
además, coercibles, es decir, que pueden imponerse aun en contra de la voluntad
de los sujetos insumisos”.
En fin, el Procurador General de la
República estimó que este Tribunal debía declarar “la improcedencia de intentar un recurso de nulidad contra un debate
político absoluta y totalmente inexistente para los efectos jurídicos”. Lo
solicitó así, afirmando que si se aceptare “el
criterio contrario, es decir, que en las votaciones realizadas existen actos
jurídicos, y por ende, posibles de ser anulados (…), prácticamente equivaldría
a pretender convertir al Máximo Tribunal de la República en árbitro de los
debates políticos del Congreso”.
IV
OPINION
DEL FISCAL GENERAL DE LA REPUBLICA
El Fiscal General de la República sostuvo
que la presente demanda debía declarase con lugar y, por tanto, anularse la
declaratoria de responsabilidad política y administrativa que pesaba sobre el
recurrente.
Sin embargo, como punto previo rechazó la
afirmación del demandante en el sentido de que el acto impugnado se dictó en
ejercicio de las atribuciones privativas de las Cámaras legislativas. Para el
representante del Ministerio Público, citando doctrina nacional, esas
atribuciones privativas eran sólo las que enumeraba el artículo 158 de la
Constitución, entre las que no se encontraba el supuesto de las investigaciones
del Congreso ni las declaratorias de responsabilidad. La presente demanda,
según el Fiscal General, se ejerció contra un acto de efectos particulares
emanado del Congreso. Sin embargo, al no ser un acto privativo de las Cámaras,
podría ser enjuiciado por cualquier vicio de inconstitucionalidad y no sólo por
la extralimitación de funciones, toda vez que para ellos no aplicaba la
restricción prevista en el artículo 159 de la ya derogada Constitución de 1961.
Expuesto lo anterior, el Fiscal General
de la República afirmó que el Congreso tiene, efectivamente, poderes de
investigación que podían conducir a declaratorias de responsabilidad. Ello
estaría claro, respecto del Presidente de la República y de los Ministros en la
propia Constitución, la cual establece tanto el poder de autorizar el
enjuiciamiento del primero y de dar voto de censura a los segundos. En el resto
de los casos, pese a la ausencia de regulación, tendría que aceptarse idéntico
poder para el Congreso, ya que “el establecimiento de responsabilidad es inherente
al constitucionalismo democrático” y “es una
consecuencia de este
tipo de organización
política”. Por tanto, en criterio del representante del
Ministerio Público, “se
puede invocar el principio de la responsabilidad,
aun cuando los textos
no agencien su aplicación de una manera clara o satisfactoria”.
A continuación, el Fiscal General de la República definió la responsabilidad
política como la constatación “de una disconformidad
entre el órgano político parlamentario,
y el órgano político-electo del poder
Ejecutivo, es decir, el
Presidente de la
República: Los ministros”.
En su escrito, el Fiscal General expuso que “sólo puede establecerse
la responsabilidad política
del Presidente de la
República y de
los Ministros”, pero “queda claro,
que no puede ser declarado políticamente
responsable, quien
no ejerce cargo de
dirección política, como
es el caso del actor en el presente recurso
de nulidad”.
Posteriormente, en el escrito fiscal se
expuso que la declaratoria de responsabilidad administrativa era consecuencia
necesaria de la investigación que realiza el Congreso. Así, “si el
Parlamento puede investigar las irregularidades administrativas, tiene el poder de apreciar y declarar la responsabilidad de quienes
hayan incurrido en ellas”; de lo
contrario, “no tendría sentido (...) el
poder de control
y de investigación del
Congreso”.
Precisado lo anterior, el Ministerio
Público intentó determinar “quién puede ser declarado
responsable en lo
administrativo”. A tal efecto, cita los artículos 81 y 82 de la Ley
Orgánica de la Contraloría
General de la República,
los cuales autorizan a ese órgano para realizar
averiguaciones “en todo caso en que
surgieren indicios de
que funcionarios públicos
o particulares que
tengan a su cargo
o intervengan en
cualquier forma en
la administración,
manejo o custodia
de bienes o fondos de las entidades sujetas a
su control, hayan incurrido en errores, omisiones
o negligencia”. Como el actor –destaca el
Fiscal General-, “por razón de sus
funciones en la
Corporación Venezolana de Fomento, no tenía a su cargo ni intervenía en
la administración, manejo o custodia de bienes o fondos públicos, sólo se le podría dictar el auto de responsabilidad administrativa previsto en la Ley
Orgánica de la Contraloría
General de la República, si se le considera funcionario público”.
No obstante, se preguntó
el Fiscal General si “podría también plantearse la posibilidad
de que el Congreso, con mayor
latitud que la Contraloría General de la
República, pudiese
establecer responsabilidades administrativas a particulares”.
Sin embargo, estimó que “esta hipótesis debe descartare, pues
ya se ha dicho que la potestad parlamentaria de
apreciar y establecer
responsabilidades, se
fundamenta en la
responsabilidad de los
funcionarios públicos y en el poder de control sobre la Administración Pública
Nacional”. Por tanto, “sólo puede plantearse
la declaratoria de
responsabilidad administrativa del actor por parte del Congreso, en el supuesto de que se le considere funcionario o
empleado público”.
En virtud de lo expuesto, el Fiscal
General dedicó la última parte de su escrito a determinar si el demandante era
funcionario público y lo hizo a través de la determinación de la “naturaleza jurídica de la relación entre el actor y la
Corporación Venezolana de Fomento”.
El Fiscal General hizo citas de textos
legales, doctrinales y jurisprudenciales a fin de definir el concepto de
funcionario público. Al analizar la condición del demandante, el representante
fiscal observó que “la
labor del recurrente,
consistió en prestar
sus servicios profesionales a la
Corporación Venezolana de Fomento, mediante
una relación contractual”.
Destacó el Fiscal General que esas actividades “fueron la prestación
de sus servicios profesionales, como asesor en materia jurídica, sin mediar nombramiento o designación
oficial”. El representante fiscal mencionó que “el contrato de prestación
de servicios personales
en la Administración, quedará reservado,
en principio, para la utilización
de personas altamente
calificadas o en
todo caso, no
disponible dentro de un
determinado Despacho para la realización de trabajos especiales,
de carácter consultivo
y por un tiempo determinado”. Según el
Fiscal, “este tipo de contratos se emplea en la
Administración Pública y consiste en que un particular presta servicios
onerosos y especiales,
sin que en su relación medie nombramiento ni juramento y sin que pueda asimilarse el
contrato a los regidos por la Legislación Laboral”.
En el caso concreto -expuso el
representante del Ministerio Público-, el recurrente “asesoró en el campo jurídico a la Corporación Venezolana de Fomento, por lo que estaríamos en presencia de una relación contractual, a través de un contrato innominado (atípico), que
no tiene una regulación legal específica, que se encuentre sometido a
lo convenido por
las partes y a las reglas de la teoría general del contrato
y que es oneroso
conforme a los términos del artículo 1135
del Código Civil”.
En conclusión, para el Fiscal General de
la República, “no teniendo el recurrente la cualidad de funcionario
público, no puede
jurídicamente declararse responsable en lo administrativo”.
Esta Sala
Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia pasa a decidir con base en las
siguientes consideraciones:
1. Sobre el
poder para anular actos como el de autos:
Como se ha expuesto en el apartado
correspondiente, el Procurador General de la República opone un aspecto de
necesaria consideración previa: la impugnabilidad del acto.
En su criterio, dicho acto carece de “relevancia
jurídica”, al no ser más que “un hecho sin consecuencias en la esfera del
derecho por haber sido realizado fuera del contexto de las atribuciones
jurídicas del Poder Legislativo”. Sostuvo que tal acto sería “valioso sólo (…)
desde el punto de vista político”, sin importar que por él se haya declarado la
responsabilidad política y administrativa de ciertas personas, puesto que “es
simplemente un pronunciamiento propio de los debates políticos, dentro de la
esfera de acción libérrima que caracteriza la actuación de los cuerpos
legislativos”. Es –afirma el Procurador- “una opinión” que sólo se pone en
conocimiento de terceros “y, si fuere el caso” permite “remitir los recaudos
que llevaron a tomarla a los órganos de la correspondiente jurisdicción a través
de las vías legítimas”. No sólo, según el Procurador General, los congresantes
pueden “opinar sobre todos los asuntos que les parezcan convenientes” y “votar
dentro de las comisiones de control de investigación y pronunciarse en esa
votación sobre variados aspectos”, sino que esa “amplísima libertad de
expresión (…) está reforzada por el amparo de la inmunidad parlamentaria”.
Según el Procurador General, la falta de
efectos jurídicos del acto impugnado es evidente y el recurrente estaría, en
cierta forma, consciente de ello, pues “no pide que se extinga ninguna
consecuencia jurídica particular”.
Según el Procurador, del acto impugnado no surge “ningún titular de un
derecho subjetivo, nadie que esté investido de un poder legal o competencia
jurídica que permita imponerle una determinada conducta”. El Procurador General
llega a afirmar que si se aceptara la impugnabilidad de un acto como el de
autos “prácticamente equivaldría a pretender convertir al Máximo Tribunal de la
República en árbitro de los debates políticos del Congreso”.
Esta Sala Constitucional del Tribunal
Supremo de Justicia se aparta del criterio expuesto por el Procurador General
de la República, en virtud de que en el régimen venezolano no existen actos del
Poder Público que puedan escapar del control jurisdiccional. Pese a ciertas
vacilaciones jurisprudenciales ya superadas, en Venezuela se ha logrado el
control jurisdiccional sobre la totalidad de la acción (y, desde hace menos
tiempo, también omisión) de los poderes públicos, sin que pueda alegarse motivo
alguno para exceptuarlo. Ello quiere decir que todos los actos del Congreso son
recurribles, si bien la Constitución de 1961 establecía que no lo eran todos de
la misma manera, puesto que sólo podía anularse un acto privativo de las Cámaras
si estaba afectado por el vicio de extralimitación de atribuciones.
La tesis del Procurador General de la
República parte de la idea de que el acto impugnado carece de relevancia
jurídica y de allí deriva su inimpugnabilidad. Tal afirmación, destaca esta
Sala, resulta falsa, pues las consecuencias jurídicas de la decisión impugnada
son evidentes e incluso constan en el propio escrito presentado por el
Procurador.
En efecto, no se trata, como pretende
hacer ver el Procurador General de la República, de un acto de carácter
meramente político, en el cual los congresistas han expresado su opinión sobre
una situación dada, en el seno del debate parlamentario y amparados por la
inmunidad que les garantiza el texto constitucional. Al contrario, se trata de un
acto jurídico, entendiendo por tal aquél que tiene efectos en el ámbito del
derecho.
Es cierto que la declaratoria de
responsabilidad efectuada por los cuerpos deliberantes no tiene la consecuencia
directa sobre el afectado de obligarle a asumir ninguna conducta. Sin embargo,
ello no implica que no carezca de consecuencias. Las tiene, y el mismo
Procurador General lo indica en su escrito: la posibilidad de remitir el caso a
los órganos que resulten competentes para que sean ellos los que determinen o
tramiten la responsabilidad efectiva. Basta la lectura del acto impugnado para
constatar como, de hecho, tras la votación de los congresantes, se decidió
entregar todos los recaudos al Ministerio Público y al Contralor General de la
República a fin de que se hicieran efectivas esas responsabilidades que se
estaban declarando.
Es más, la sola declaración de
responsabilidad afecta a la persona contra la que se dirige, así no se siga
otro procedimiento posterior, puesto que le coloca en una situación de
descrédito, la cual, si bien no le obliga a actuar en un sentido determinado,
sí altera su posición jurídica. Esa declaratoria acompaña a quien la sufre y,
aparte del daño moral que resulta implícito, eventualmente pudiera afectarle de
manera más directa.
Por lo expuesto, esta Sala Constitucional
declara que un acto como el objeto de esta demanda sí es impugnable, debido al
principio de universalidad que rige en nuestro régimen de control de la
actuación estatal. Así se decide.
2. Sobre la competencia de esta Sala
Constitucional:
Declarado que el acto que constituye
objeto del presente recurso sí es impugnable, esta Sala se pronuncia también
acerca de su competencia para conocerlo, aun cuando ni el Procurador ni el
Fiscal General de la República han planteado este aspecto. El demandante, sin
embargo, sí dedicó parte de su escrito a afirmar la competencia de la Sala
Plena de la extinta Corte Suprema de Justicia, a fin de eliminar las dudas que
pudieran surgir. Tal actitud del recurrente se comprende perfectamente, al
constatar que los actos parlamentarios sin forma de ley estaban atribuidos a
esa Sala Plena por expresa disposición del artículo 215, ordinal 3º de la
Constitución de 1961, si bien la Ley Orgánica de la Corte Suprema de Justicia
alteró el alcance del texto constitucional derogado y solo previó el recurso
contra “las leyes y demás actos generales de los cuerpos legislativos
nacionales”, dejando fuera los actos individuales, lo cual fue criticado por la
doctrina especializada. El demandante consideró que, pese a esa exclusión, la
Sala competente resultaba ser la Plena de la extinta Corte Suprema y ante ella
presentó su libelo.
Ahora bien, es innecesario para esta Sala
Constitucional decidir sobre la competencia que podría tener esa Sala Plena de
la Corte Suprema de Justicia, puesto que, tras su desaparición, deben tomarse
en cuenta las nuevas normas constitucionales que regulan la materia.
Al aplicar la actual Constitución se
observa que la anulación de actos como el de autos corresponde a esta Sala, por
disponerlo así su artículo 336, numeral 4, que prevé el supuesto de impugnación
de “actos en ejecución directa e inmediata de esta Constitución, dictados por
cualquier otro órgano estatal en ejercicio del Poder Público, cuando colidan
con ésta”. Una vez entrada en vigencia la actual Constitución, que deroga toda
norma previa que se oponga a sus postulados, la duda queda definitivamente
resuelta a favor de la competencia de esta Sala Constitucional, con
independencia de lo que, en sentido más limitativo, establezca la Ley Orgánica
de la Corte Suprema de Justicia. Así se
declara.
3.
Sobre la calificación del
acto impugnado como privativo de las Cámaras:
El Fiscal
General de la República ha sostenido en su escrito que el acto impugnado no se
dictó en ejercicio de las atribuciones privativas de las Cámaras legislativas,
por lo que no le era aplicable la limitación prevista en el artículo 159 de la
Constitución de 1961 en el sentido de ser sólo anulable por extralimitación de
atribuciones. En su criterio, sólo eran privativas de las Cámaras las
atribuciones que enumeraba el artículo 158 de esa Constitución, entre las que
no se encontraban ni las investigaciones ni las declaratorias de
responsabilidad. De acuerdo con el representante del Ministerio Público sí
podría alegarse cualquier vicio de inconstitucionalidad contra actos como el
que es objeto de la presente demanda.
Esta Sala, sin
embargo, observa que es innecesario pronunciarse sobre el planteamiento fiscal,
el cual, sin dejar de tener importancia teórica, no tendría efectos sobre este
caso, toda vez que el demandante ha impugnado el acto por extralimitación de
atribuciones, dando por sentado que era el único vicio que podía alegar. Esta
Sala, como es principio general en la actividad judicial, deberá decidir este recurso
con base en la petición del demandante. Si pudo o no intentarla alegando vicios
distintos, es un aspecto que carece de relevancia para la decisión que esta
Sala dictará. Así se declara.
4.
Sobre la denuncia de extralimitación de atribuciones formulada por
el demandante:
El demandante ha
impugnado un acto de efectos particulares dictado por el extinto Congreso de la
República, denunciando en su contra la extralimitación de atribuciones, que era
el único vicio que, de acuerdo con el artículo 159 de la Constitución de 1961,
podía dar lugar a un recurso de nulidad contra “los actos de los cuerpos
legislativos en ejercicio de sus atribuciones privativas”.
El recurrente,
consciente de esa limitación al recurso dirigido contra tal tipo de actos,
dedica parte de su escrito a exponer el concepto de extralimitación de
atribuciones, a fin de distinguirlo de otros posibles vicios (no invocables,
según la citada disposición constitucional) y demostrar así la procedencia de
su demanda. Dicha limitación ha desaparecido del Texto Fundamental vigente,
pero, tal como se ha declarado en el apartado anterior, la presente demanda
sólo podrá ser analizada a la luz de esa denuncia.
Al respecto esta
Sala observa:
La
extralimitación de atribuciones es un vicio de incompetencia de tipo
constitucional, en el que un órgano del Estado hace uso de sus facultades, pero
llevándolas a extremos que no le están autorizados, sin que ello constituya la
invasión del poder que corresponde a otros órganos estatales. Así, un órgano de
naturaleza constitucional, como lo era el Congreso de la República, se
extralimitaría en sus atribuciones si, actuando en asuntos que le competen, se
excede hasta abarcar supuestos que escapan de su poder.
En el caso de
autos, el Congreso realizó actuaciones para las cuales tenía competencia: la
investigación para cumplir su deber de control sobre la Administración Pública
Nacional y la consecuente declaratoria de responsabilidad de las personas que,
a juicio parlamentario, habían incurrido en ciertas irregularidades constatadas
al término de la averiguación.
Así, el poder
para efectuar investigaciones parlamentarias estaba establecido en la
Constitución de 1961 (artículo 160) y se repite en la actual (artículos 222 y
223). En la Constitución de 1961 no se contemplaba expresamente, sin embargo,
el Congreso tenía poder para efectuar declaraciones de responsabilidad, aunque
ese poder fuese considerado implícito para darle sentido a sus facultades
investigativas. En la Constitución vigente, en cambio, sí se ha previsto con
claridad el poder para que la Asamblea Nacional declare la responsabilidad
política de los funcionarios públicos (artículo 222). Nada dice ninguna de
ellas, acerca de las responsabilidades moral o administrativa, que fueron
objeto de consideración por el Congreso en el caso de la adquisición del buque
Sierra Nevada.
Esta Sala estima
que aun ante el silencio de la anterior Constitución y la letra del vigente
Texto Fundamental, el poder para efectuar declaratorias de responsabilidad –de
cualquier clase- debe considerarse implícito en sus facultades de
investigación, a fin de que éstas no pierdan su sentido. Ahora bien, esta Sala
observa que, antes y ahora, para que esa declaratoria de responsabilidad se
haga efectiva es necesario que el órgano parlamentario consigne los recaudos de
que disponga ante los órganos competentes, los cuales deberán abrir otra
averiguación, según las leyes correspondientes, a cuya finalización se
determinará lo que sea conducente.
Ello no quiere
decir, en contra de la opinión del Procurador General de la República, que la
declaratoria parlamentaria carezca de efectos jurídicos, lo cual es un aspecto
sobre el que esta Sala se ha pronunciado en el apartado correspondiente. Basta
ahora destacar que, si bien sus efectos son limitados, la decisión del Congreso
(y la actual Asamblea Nacional) tiene el valor de ser el corolario de su
investigación y el preámbulo de una posible nueva declaratoria, con distintos
efectos, con base en otras normas más concretas y declarada por órganos
diferentes.
Como se observa,
la presente causa se encuentra correctamente encuadrada dentro de la idea de
extralimitación de atribuciones, toda vez que la denuncia consiste en el
supuesto exceso en que incurrió el Congreso al ir más allá de lo que podía
constitucionalmente hacer. De esta manera, el demandante sostiene que el
Congreso se extralimitó en sus atribuciones por cuanto no podía efectuar
declaratorias de responsabilidad, ni política ni administrativa, en quienes no
ostenten la condición de funcionario público. Todo el extenso recurso que ha
presentado el demandante se basa en insistir, por diferentes argumentaciones,
en la misma idea. En consecuencia, es necesario determinar si el Congreso podía
declarar la responsabilidad de personas que no fuesen funcionarios públicos. Al
respecto, se observa:
En el caso de
autos, las responsabilidades que fueron declaradas fueron la política y la
administrativa. La diferenciación entre ambos tipos de responsabilidad es
sencilla y se basa en la jerarquía del órgano investigado.
En primer lugar,
la responsabilidad política es imputable sólo a las máximas autoridades del
Poder Ejecutivo, que son las personas que ocupan cargos de dirección política.
De esta manera, cuando el órgano que declara la responsabilidad es el órgano
parlamentario nacional (Congreso y ahora Asamblea Nacional) sólo puede ser
declarado responsable en lo político el Presidente de la Republica y los
Ministros, como órganos directos que son de aquél. Nadie, aparte de tales
personas, puede incurrir en una responsabilidad de tal naturaleza. Lo que hace
el órgano parlamentario es controlar la actuación (u omisión) de quienes han
resultado encargados de conducir al Estado. El poder parlamentario no cesa con
esa declaratoria de responsabilidad política, sino que ésta podría ir seguida
de otras acciones, como la autorización para el enjuiciamiento del Presidente o
el voto de censura a uno o varios ministros. Por lo tanto, es evidente que el
Congreso de la República incurrió en extralimitación de atribuciones al declarar
la responsabilidad política del recurrente, quien no ocupaba ni ha ocupado
puesto alguno de dirección política del Estado. Así se declara.
La
responsabilidad administrativa, en cambio, es mucho más amplia, ya que puede
declararse respecto de personas que no ocupen tan altos cargos estatales. Se
basa en las infracciones que, en criterio del órgano que la declare, hayan
cometido personas encargadas de la Administración Pública. Esa misma
responsabilidad administrativa podría ser declarada por otros órganos, en
concreto por la Contraloría General de la Republica, pero para ello sí se exige
el cumplimiento de ciertos requisitos previstos en las leyes, debido a que la
declaratoria apareja unas concretas consecuencias directas sobre el afectado.
Por ello, la Constitución establece que es necesario el envío de los recaudos a
los órganos que sean competentes para hacer efectiva la responsabilidad.
Como se observa,
ambas formas de declaratoria de responsabilidad tienen un origen evidente: que
el órgano parlamentario pueda controlar efectivamente a la Administración
Pública, cometido que tiene atribuido constitucionalmente (artículo 139 del
texto de 1961 y 187, numeral 3, del actual). Así, el poder contralor sobre la
Administración Pública Nacional tiene como consecuencia necesaria la
posibilidad de declarar responsabilidad, pero es ese mismo origen el que
establece su límite: el Congreso podría investigar las mas variadas
situaciones, pero su poder de declarar la responsabilidad se restringe a las
personas que ocupen cargos en la Administración Pública, puesto que son las que
actúan por ella.
Ahora bien,
existen casos en los que particulares, sin ocupar cargos en la Administración
Pública, participan en el ejercicio de los poderes administrativos. En tales
supuestos, es necesario que esas personas respondan por sus actuaciones u
omisiones, si con ellas se viesen perjudicados los intereses públicos, de la
misma manera en que sucedería si se tratase de funcionarios. Es lo que hace,
por ejemplo, la Ley Orgánica de Salvaguarda del Patrimonio Público, puesto que
dicho texto legal pretende sancionar las irregularidades que vayan an desmedro
de las finanzas del Estado o de la corrección en el comportamiento de los
órganos estatales. Por lo general, sólo los funcionarios estarán en posición de
causar el daño que dicha ley penaliza, pero no son pocos los casos en que los
particulares están incursos en hechos también sancionables. No debe haber, así,
distinción entre unos y otros, ya que el bien protegido –el patrimonio público-
no puede depender de cuál sea la cualidad del infractor.
En consecuencia,
esta Sala declara que el Congreso de la República sí podía extender su poder
para declarar la responsabilidad administrativa de personas que no ostentasen
la cualidad de funcionario público, tal como podría hacerlo hoy la Asamblea
Nacional. Así, no es necesaria una expresa disposición constitucional para
permitir al Congreso de la República (o al órgano con facultades similares)
que, al investigar la administración de los fondos públicos, se declare la
responsabilidad de personas que no sean funcionarios.
En el caso de
autos, el demandante asegura que jamás ha tenido la condición de funcionario
público y para probarlo trae al expediente la certificación que le expidió la
Oficina Central de Personal. Además, expuso en su escrito que la falta de
cualidad funcionarial se demuestra, en el específico caso de la relación con la
Corporación Venezolana de Fomento, al analizar el contrato que firmó para
asesorarle en la adquisición del buque.
Esta Sala no
niega que el demandante no era funcionario para el momento en que participó en
la compra del buque noruego, tal como se desprende de la lectura del expediente
y la apreciación de los documentos que han sido aportados. Así, existe prueba
en autos de que el demandante actuó en la adquisición de la nave en virtud de
un contrato de asesoría que suscribió con la entidad compradora, en el que se
expresaban las tareas que se le encomendaban. Al término de su encargo, tal
como lo expresa el recurrente, se le canceló el monto que se había fijado por
concepto de honorarios profesionales y, con ello, concluyó el vínculo con la
Corporación contratante. El recurrente, en consecuencia, actuó en su condición de abogado. Sin
embargo, tal como se ha expuesto, ello no impide que sea procedente declarar su
responsabilidad administrativa. Por tanto, el Congreso de la República no
incurrió en extralimitación de atribuciones al declarar la responsabilidad
administrativa del recurrente, ya que, aun siendo un particular, intervino, en
forma importante, en la adquisición de un buque que luego fue reputada como
irregular. Su participación, pues, como la de los funcionarios a los que
también se declaró responsables en lo administrativo, fue determinante en la
celebración de un negocio que afectó el patrimonio público. Así se declara.
Además, no puede
esta Sala dejar de lado un aspecto que figura en la decisión impugnada, si bien
ni el Procurador General ni el Fiscal General ni el demandante hacen mención a
ello: que el demandante ocupaba el cargo de Vicepresidente de la Compañía
Anónima Venezolana de Navegación y que el Congreso instó al Ejecutivo Nacional
para que lo destituyera de él. Como se observa, para la fecha de la
declaratoria, el recurrente sí ocupaba un alto cargo en una empresa pública
–precisamente en materia de navegación- por lo que su vínculo con el Estado era
innegable, así no fuere funcionario para la fecha de la compra del buque que
luego se llamó ”Sierra Nevada”. Ello reafirma la procedencia de la declaratoria
de responsabilidad administrativa de la que fue objeto el recurrente. Así se
declara.
VI
Por las razones
anteriormente expuestas, esta Sala Constitucional del Tribunal Supremo de
Justicia, administrando justicia en nombre de la República y por autoridad de
la ley, declara PARCIALMENTE CON LUGAR el
recurso de nulidad presentado por el ciudadano LUIS COVA ARRIA contra la decisión del Congreso de la Republica, de
fecha 8 de mayo de 1980, por la cual se declaró su responsabilidad política y
administrativa en la adquisición del buque “Sierra Nevada” por parte de la
Corporación Venezolana de Fomento. Dicha decisión queda ANULADA en lo que respecta a la declaratoria de responsabilidad
política del demandante y subsiste
en lo referido a su responsabilidad administrativa, así como en las
responsabilidades de todas las otras personas que se indican en ella.
Publíquese, regístrese y notifíquese.
Cúmplase lo ordenado.
Dada, firmada y sellada, en el Salón de
Audiencias de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia, en
Caracas, a los 25 días del mes de junio del año dos mil dos. Años: 192º de la
Independencia y 143º de la Federación.
El Presidente,
El
Vicepresidente,
JESÚS EDUARDO CABRERA ROMERO
Los Magistrados,
Ponente
El
Secretario,
Exp. 00-2392
AGG/