Discurso de Orden del Magistrado Dr. Humberto J. La Roche, en la Sesión Solemne de Apertura de las Actividades Judiciales 1999


Mi esposa, a quien me unen entrañables nexos de afecto, me preguntaba en estos días si, en las palabras de hoy, haría referencia a mi condición de educador universitario o me limitaría a exponer sobre problemas que atañen directamente a este Alto Tribunal. "Recuerda que tu eres básicamente un profesor", me recordó ella. "Sí, un estudioso del Derecho Constitucional", precisé para mejor definirme.

Al reflexionar desde esa condición con relación al honor que significa el habérseme asignado este discurso de orden, por primera vez y justamente en el inicio de actividades del año que preludia al nuevo milenio, pude observar a mi alrededor un hecho que me llamó profundamente la atención: todos los magistrados que integran esta Corte Suprema de Justicia somos también profesores universitarios. A veces hemos desempeñado funciones de Rectores, Decanos o Autoridades en universidades autónomas, pero por encima de actividades académicas eventuales, llevamos el título de catedráticos en Facultades de Ciencias Jurídicas y Políticas. Esa es nuestra esencial y primaria credencial de identidad. Algunos incluso fuimos postulados para este cargo por la Facultad jurídico-política del Alma Mater en la cual nos formamos y a la cual hemos servido durante muchos años. Con filial reconocimiento mantenemos un compromiso de lealtad a los principios que en ella nos fueron inculcados, en cuanto son igualmente válidos para ejercer funciones judiciales.

Hasta un elemento formal como el de llevar el mismo atuendo en los actos especiales de esta Corte y en los académicos, del Alma Mater, podría subrayar afinidades que simbolizan lo que ocurre cuando asumimos una sola posición ante la vida. La defensa de la verdad, de la justicia y de los derechos humanos son independientes del lugar o del momento en que estemos ubicados. El espíritu crítico, la actitud de aprendizaje permanente, la humildad ante la magnitud de cuanto se desconoce, el análisis incesante de la realidad circundante, son valores que, entre otros y bajo la égida del culto a la justicia, identifican tanto al verdadero académico como al juez o al magistrado.

Por eso, más allá de cumplir con el encargo de "hacer" un discurso desde este sitial que ocupo circunstancialmente en el más Alto Tribunal de la República, pienso y siento que ésta puede ser ocasión propicia para dar cauce y expresión al testimonio expresado desde la formación aportada por una vida transcurrida en el estudio del Derecho Público. Pero como el docente e investigador que siempre he sido y como el juez que soy ahora, creo imposible desconocer las condiciones de tiempo y espacio que nos colocan simultáneamente como testigos y sujetos de la historia. De aquí que la inicial referencia al nuevo milenio remita, mucho más que a una fecha o a un simple dato cronológico, al momento, a las vivencias experimentadas en un escenario nacional y mundial, con características que colocan en particular situación a la función de dirimir controversias de Derecho. En ese contexto, la justicia, valor y principio básico que confiere sentido final a los actos generados en su nombre, adquiere dimensiones que exceden los límites de un caso concreto para convertirse en exigencia social; como tal, se encuentra necesariamente vinculada a la dinámica socio-económica y política que nos afecta a todos, aún sin conocer las leyes específicas que rigen a las ciencias tendientes a su estudio.

La actuación judicial, que dá sentido concreto a la norma jurídica, no se ejerce dentro de la clásica campana de cristal que la mantiene aislada y asépticamente protegida de los restantes fenómenos sociales. A ellos, por el contrario, se encuentra íntima e indisolublemente vinculada. Tal vez por eso sea insuficiente afirmar que el más preciado tesoro de todo juez y profesor universitario radica en sus lecturas, si no incluye entre éstas la del mundo circundante y de la realidad social. Ni siquiera la vida misma puede dejarse pasar inadvertida, pues aunque el saber ajeno aporte claves importantes para interpretarla, no basta con adoptarlo respectivamente sin tratar de analizar, con humildad, las lecciones que personalmente ofrece el propio y particular acontecer.

De nuestra circunstancia hemos aprendido que el Derecho, como producto de las relaciones sociales, se va modificando y plasmando a través de la especulación jurídica. Como expresara hace tiempo en su obra "La Lucha por el Derecho" el autor alemán Rudolph Von Ihering, "la fuerza de un pueblo responde a la de su sentimiento del Derecho". Sin embargo, para que una comunidad se sienta identificado con su Derecho, éste debe seguir las transformaciones constantes de la propia sociedad, debe dar solución a los problemas que necesariamente se originan en ella. Si el Estado ha experimentado en el tiempo importantes transformaciones, también reclama un orden jurídico que no sea puramente lógico y formal, sino testimonio participativo de la continuidad histórica jurídica y política de determinada comunidad. En otras palabras, el término "Estado de Derecho", entendido como esencialmente democrático, no puede aislarse de la realidad social que le dá sentido y consistencia.

Hasta hace algunos años, Venezuela era el país de horizontes promisorios aspirando a diferenciarse de otros que, infructuosamente, buscaban superar el subdesarrollo. Sus habitantes enfrentaban el futuro con el optimismo de saber que siempre habría una forma de salvar obstáculos, una salida para mejorar las condiciones de vida del presente y del futuro con respecto a generaciones anteriores. El petróleo alcanzaba para convertir en realidad los sueños y concretar esperanzas que hubieran parecido irrealizables en otras épocas, incluso servía para malbaratar las rentas que proporcionaba. El Estado representaba el recurso inevitable a cuyas diversas instancias se acudía para solucionar los problemas que aquejaban al cuerpo social.

La situación actual es muy diferente. Ese mismo Estado, que en tiempos de bonanza acudió al crédito público en forma desenfrenada, a veces con el pretexto de utilizar su producto en empresas rendidoras y otras sin mayor o sería justificación, es hoy el deudor asediado por acreedores externos a quienes debe pagar un elevado porcentaje del presupuesto público y del ingreso nacional, el sujeto de un déficit fiscal con proporciones nunca antes imaginadas que obstaculiza el cumplimiento de obligaciones sociales impostergables, como las de salud pública o educación hacia una población cuyo poder adquisitivo se ha visto drásticamente disminuido por una tenebrosa inflación de cuya existencia antes sólo se conocía por el caso de otros pueblos. De gran empresario, promotor y gestor de proyectos económicos de magnitud variable, un Estado cada vez menos nacional y más mediatizado pasó a ser un deudor acorralado ante la exigencia de satisfacer las necesidades de sus ciudadanos y la de sus acreedores internacionales. La baja en los precios del petróleo a niveles que nunca se imaginaran posibles, llevó a prescindir del que antes pareciera amparo total ante la pobreza, cobertura por tiempo indefinido contra los riesgos de la miseria social.

Como sujeto del conflicto cuya magnitud habría resultado inimaginable en años de orgullosa riqueza, al Estado y al país se le hizo necesario revisar el término "crisis" desde las distintas acepciones asomadas por la nueva realidad y plantearse incluso la crisis de la crisis. Desde todos los ángulos y con múltiples manifestaciones, la nueva situación exigió que la función pública se convirtiera, sobre todo en gestión de la crisis y la capacidad para superarla en la medida del éxito en su ejercicio. Y aunque no todos eran culpables del desastre, a todos se convocó al sacrificio.

Hace tiempo dejó de ser un secreto que los recursos, primero del petróleo y luego del endeudamiento, habían pasado en gran parte a manos de quienes, lejos de darle determinada utilización productiva al servicio de la patria, los convirtieron en herramientas que reforzaban el progreso económico de países que no los necesitaban. Un caos bancario sin precedentes, aunque sí con antecedentes debidamente hilvanados en la historia social, ayudó a poner en evidencia lo que a nivel de estudios especializados era hecho innegable: la corrupción había extendido sus tentáculos hasta sectores cuya actividad estaba llamada a facilitar con sus específicos servicios las diversas categorías de operaciones económicas y transacciones comerciales.

La impunidad hacia los culpables del desastre financiero, ocurrido primero por la vía del endeudamiento y luego por medio de las instituciones bancarias, se convirtió en un sordo sentimiento social que, aun cuando a veces el colectivo oprimido no tradujera en palabras explícitas, agravó el resentimiento y la rabia cuando se convocó a compartir el sacrificio a quienes eran víctimas y no causantes. El desaliento ante la incertidumbre y las certezas inexorablemente amargas que fueron gradualmente denunciadas sumaron a la crisis económica y fiscal la crisis del desencanto. Por desgracia, para muchos la complacencia y tolerancia ante la corrupción ajena se adoptó como propio estilo de conducta, alternativa a un mal social cada vez más generalizado.

Si el Poder Ejecutivo y el Legislativo, mucho más expuestos a la presencia de elementos políticos que el Judicial, han estado siempre en el ojo del huracán con intensidad perceptible fácilmente, sería ilusorio negar que este último, cuya discreción y mucho más silencioso comportamiento a menudo escapan al análisis, también a su especial manera se enfrenta a las distintas facetas de la crisis. Esta se hace presente delineando la confrontación entre su dignidad específica y la pérdida del respeto depositado por la fe popular en sus instituciones propias, la falta de credibilidad social dolorosamente comprobada y el hecho inocultable de la conducta incorrecta de algunos de sus miembros. Venezuela alcanzó el triste honor de ser mencionado entre los primeros lugares de los países con mayor corrupción en el mundo. Los hechos conducen a afirmar que en parte se quebró la integridad del poder judicial dando paso a una de las fuentes más notorias de la inseguridad jurídica que padecemos.

La realidad que nos afecta en el plano nacional no niega, sin embargo, las serias dificultades que la administración de justicia, a menudo anclada en lineamientos mucho más tradicionales que eficientes, atraviesa en todo el mundo.

Ni contradice algunos esfuerzos significativos para superarlas. Por ejemplo, la Conferencia Nacional sobre las Causas del Descontento Popular con la Administración de Justicia, patrocinada por instituciones de arraigado prestigio en Estados Unidos, produjo hace más de veinte años el informe conocido con el nombre de "Report of the Pound Conference", cuyas recomendaciones se tradujeron en beneficios considerables al ser debidamente acogidas. El camino se abre a transformaciones necesarias. Entre nosotros esta Corte Suprema, bajo la presidencia de la Magistrado Cecilia Sosa Gómez, ha venido transitando un largo camino de reforma y modernización de la justicia, que deberá rendir sus frutos en la prestación más efectiva de ese servicio específico.

Curiosamente, esos problemas generales coinciden también con momentos históricos en los cuales la importancia del poder judicial aumenta en forma discreta pero innegable a nivel universal. El mundo vive una época en la cual los derechos humanos tienden cada día a ocupar lugar más relevante. No se trata ya de proclamarlos o enunciarlos, sino de convertirlos en realidad. Cuando se celebra el medio siglo de la Declaración de los Derechos Humanos y al mismo tiempo se reconoce como un hecho su falta de vigencia plena, el juez representa la instancia que se busca para hacerlos efectivos.

Integrada al corazón de las instituciones del Estado en forma tan estrecha como la defensa nacional y la seguridad pública, la administración de justicia no es ni ha sido nunca un favor o un gesto de condescendencia sino función esencial a la actuación del Estado, un servicio público que se presta por medio del juez. A nadie se le ha ocurrido, entre nosotros, privatizar la justicia, ni siquiera en esta fase económica marcada por privatizaciones que a veces han querido llegar hasta el sacrificio de organizaciones emblemáticas del orgullo nacional. Todavía se piensa que su aplicación corre pareja con la supervivencia del estado y con su carácter público.

Sin embargo, en una sociedad marcada por la desigualdad económica, el acceso a la justicia, teóricamente igualitario, se fundamenta en un falso supuesto. La realidad social que sirve de soporte y sustrato a la acción del poder judicial es la desigualdad, y como tal no afecta de la misma manera a ricos y pobres ni a las clases sociales altas o a las ubicadas en niveles inferiores, a los desheredados de la fortuna y la cultura. No es difícil predecir, al observar las actuales condiciones, que la nivelación "por abajo" perceptible a través de la pauperización de la clase media ocurrida en nuestro país (con un porcentaje de pobreza que las estadísticas hacen oscilar entre un 66 y un 80%), no hará precisamente más fácil el acceso a la justicia para las clases populares. Como privilegio de unos pocos, podría convertirse para ellas en un lujo inalcanzable, patrimonio exclusivo de quienes pueden sufragar los costos cada vez más elevados de asesoría, representación judicial e incluso de la creciente corrupción que ha tomado por asalto a algunos tribunales de la República hasta en cabeza de los funcionarios subalternos.

El problema no se centra ahora exclusivamente en el prejuicio, como tal no siempre reconocido aunque a menudo detectable, de quienes consideran a la actividad judicial como ejercicio de un poder por naturaleza antidemocrático o menos democrático que el Ejecutivo y el Legislativo. En ese sentimiento tal vez haya influido, como único o principal fundamento, la vigencia de sistemas de designación de sus miembros que adolecen de fallas evidentes, hoy en proceso de superación.

Aun cuando proponen la elección popular como alternativa, esta modalidad de selección, tiene mayor sentido en ciertas instancias locales, no es sin embargo el mecanismo más apropiado para determinar en todos los casos las credenciales que mejor capaciten para ejercer esas funciones. El descontento con las actuales formas de selección no debe llevar, por oposición, a generalizar que tal vez no sea ni siquiera totalmente contrario al mecanismo hoy existente. Todo vuelco de esta naturaleza podría significar un giro de trescientos sesenta grados que, como tal, terminara llevando de regreso al mismo punto de partida.

Debe recordarse, si bien por lo demás, que, en otros países el sentenciador administra justicia en nombre del pueblo en Venezuela lo hace "en nombre de la República y por autoridad de la ley", ésta no es una fórmula vacía de similar contenido. De la misma forma que el Congreso sanciona leyes y el Presidente las promulga en nombre del pueblo, el Juez dirime las controversias con base en la misma fuente. Y así como establece y mantiene comunicación con las partes litigantes, con los tribunales superiores e inferiores o de su mismo rango, necesita estar en contacto con el pueblo, con la opinión pública, manteniendo un diálogo permanente sobre la verdad o el error, evitando los vicios que puedan afectar su jurisprudencia.

La función que los jueces ejercen es el necesario contrapeso y la garantía de protección para que sean respetados los valores superiores del Derecho y del orden establecido en la conciencia jurídica de los pueblos. Pueden pronunciarse sobre materias de carácter político pues, como bien afirma Wilhelm Wengler, "el carácter político de un acto no excluye un conocimiento jurídico del mismo, ni el resultado político de dicho conocimiento le despoja de su carácter jurídico". Es obvio que tal circunstancia no debe confundirse con el fenómeno de la llamada "politización de la justicia", que ha marcado lamentablemente algunas decisiones judiciales con el sello de intereses partidistas.

Hace más de cuarenta años, un jurista y periodista austríaco, René Marcic, destacó desde el título de su obra "Del Estado de Derecho al Estado Judicial", la importancia del juez en el Estado contemporáneo. En realidad, si la Constitución de la República es el fundamento jurídico del Estado de Derecho, de la función judicial es esencial para lograr que la letra del Texto Fundamental, con todo su verboso idealismo, no se desvirtúe por una realidad que desborde sus términos o los convierta en letra muerta. Se la considera el medio tal vez más eficaz, aunque no único, de salvaguardar y hacer efectivo el cumplimiento de sus principios. Que el juez sea el guardián de la Constitución va más allá de este ordenamiento y llega hasta el concepto mismo del Derecho. Porque si la ley en su sentido clásico es una norma general y abstracta que rige la conducta social por determinado tiempo a partir de la realidad legislativa, no se concretan o expresan los valores legales sino cuando el juez la aplica y decide conforme a sus principios.

Esto no significa, sin embargo, que el juez sea una simple máquina registradora del Derecho. Como ser humano, sus opiniones y sentimientos se proyectan, en alguna forma, hasta sobre las decisiones aparentemente más técnicas y de cierto sentido metafísico de los menores problemas planteados por el simple ciudadano. Pero su capacidad de análisis convierte a la norma en valor tangible y la dota de contenido concreto. Por eso, el poder tiene necesidad del sentenciador para consagrar su legitimidad.

Mediante los procedimientos de declaración de inconstitucionalidad, el Juez garantiza la supremacía de la Constitución, asumiendo todas sus competencias en su calidad de órgano jurisdiccional supremo. No existe acto alguno de los poderes públicos liberado de control por el poder judicial, incluyendo los llamados actos de gobierno, como lo ha sostenido la Sala Político-Administrativa en sentencia de fecha 22 de Octubre de 1998, (expediente Nº 14.376)

Ahora bien, la Constitución no es ley eterna o inmutable que escape a las exigencias de cambio de una sociedad ni es posible sustraerla a las exigencias de su aplicación tangible. El Texto Fundamental, tanto en sentido real como en cuanto documento escrito, es forzosamente dinámico, y conjunto de vivencias colectivas, más aún en esta época de cambios acelerados y constantes. Por eso la defensa de la Constitución, aún desde su apreciación formal, tiene por objeto no sólo el mantenimiento de las normas fundamentales, sino también su evolución y compenetración con la realidad socio-política, para evitar que se convierta en simple fórmula. De nada sirve adecuarla teóricamente a los tiempos y cambiantes exigencias sociales si no hay manera de garantizar su aplicación práctica, el ajuste cabal de los postulados teóricos a la realidad concreta.

Desde 1956, cuando Calamandrei encabezó la corriente del pensamiento jurídico conocida con el nombre de "justicia constitucional", hasta el presente, se ha venido diseñando lentamente el derecho judicial de control. En esta forma se ha iniciado un nuevo camino, que reconoce la competencia de todos los tribunales para el control material de las leyes y actos del poder público con arreglo a la Constitución. Ello no obstante, hace falta un órgano aún más específico.

Casi al mismo tiempo que el anterior, el Rector Otto Bachoff, en su célebre discurso de la Universidad de Tubinga sobre "Jueces y Constitución", enfatizó la necesidad de una instancia especializada en la interpretación normativa de la Ley Fundamental y en la protección de su sistema de valores. Afirmaba que "se requieren personas de notoria experiencia que no tiene ni puede tener, en definitiva, el juez ordinario", por lo que esta función debe encontrarse a cargo "de un órgano que pueda decidir por sí sólo, con suficiente autoridad en cuestiones de trascendentales consecuencias políticas". Se necesita, pues, un Tribunal Constitucional.

Algunos han llegado incluso a pensar que una Constitución sin un Tribunal Constitucional que imponga su interpretación y la haga efectiva en los casos cuestionados, es una Constitución herida de muerte, que liga su suerte a la del partido en el poder, que impone en esos casos, por simple prevalencia fáctica, la interpretación que en ese momento le conviene. El autor español García de Enterría, a quien corresponde la expresión de esas ideas, teme con fundamento que en esas condiciones "el conflicto constitucional se convierta entonces en una fractura irrestañable del consenso básico que la Constitución está llamada a asegurar y la resolución de ese conflicto queda remitida desde ese momento, a ajustes constitucionales sucesivos, a cambios constituyentes constantes".

Sin embargo, esa relación entre Constitución y Poder Judicial, que encuentra su manifestación concreta e institucionalizada en tribunales especializados en materia constitucional, no se ha concretado en Venezuela. No se trata de otorgar a determinado organismo, que puede ser una Sala de la Corte Suprema o un tribunal "sui generis", como ocurre en algunos países, el privilegio de hacer prevalecer su opinión sobre la de una población millonaria en habitantes. La designación de jueces constitucionales, encargando el ejercicio de funciones por su naturaleza especializada a quienes, en forma responsable, son capaces de asumirla, no pretende aumentar la burocracia del poder judicial. Lo procedente es integrar la justicia constitucional a la estructura misma del sistema democrático, algo que pareciera olvidarse por quienes la ignoran o subestiman.

La distinción entre Poder Constituyente y Poderes Constituidos deja de operar en el momento de dictarse la Constitución, pero la racionalidad y voluntad del poder Constituyente representadas por el pueblo en la Constitución no sólo se establecen en su origen, sino que fundamentan de manera perdurable el orden jurídico estatal y suponen un límite a la potestad del legislador. Al Juez Constitucional corresponde, en su función de intérprete supremo de la Constitución, custodiar la permanente distinción entre la objetivación del Poder Constituyente y la actuación de los Poderes Constituidos, los cuales nunca podrán rebasar los límites y competencias establecidas por aquél. Considero mi deber subrayar que, cualquiera sea la manera como se concreten los cambios en la Constitución actualmente propuestos y aunque por razón de la función que desempeño me encuentre impedido de opinar sobre el tema de la convocatoria a la Asamblea Constituyente y las alegadas limitaciones a la misma, no puedo dejar de expresar que los propósitos de ésta pueden en la práctica desvirtuarse si no se toma en cuenta lo referente a la justicia constitucional.

Así como esta Corte ha estado analizando y estudiando con cuidado la norma constitucional que subyace en la propia existencia del pueblo, en Venezuela se han propuesto varios proyectos sobre normativa de jurisdicción constitucional. En la actualidad, el Pleno de este Supremo Tribunal discute un ante-proyecto de Ley Orgánica de Jurisdicción Constitucional, constante de una Exposición de Motivos y 83 artículos, cuyos dispositivos más importantes son: creación de la Sala Constitucional, integrante de la Corte Suprema de Justicia; la Reglamentación del control concentrado y el control difuso de constitucionalidad; el control preventivo de la constitucionalidad; el control de constitucionalidad de los partidos políticos; el Habeas Data; el control de la constitucionalidad por omisión. Además, si bien reconoce la existencia de una ley especial para regular la institución del Amparo, se dá cierta competencia a la Sala Constitucional para regular esta materia.

En ese orden de motivos esperamos asistir, no sólo a la culminación feliz de la reforma judicial sino también, al nacimiento de un nuevo constitucionalismo, entendido como la expresión político-jurídica del consenso, de un sistema que asegure los derechos humanos individuales y sociales y garantice una vida digna y respetable a todos los que por ella se rigen. Como contrapunto dialéctico entre la realidad y la regla de derecho, entre el ser y el deber ser, la normativa constitucional debe estructurar su propia identidad, la de las instituciones fundamentales y la de los órganos de gobierno, asegurar una existencia humana digna de ser vivida. Pero también debe contemplar un sistema de control de la constitucionalidad que permanezca atento a los cambios que con el transcurso del tiempo vayan apareciendo, que garantice la eficacia práctica de las normas y asegure su vigencia y respeto. Creemos en la necesidad de una fuerza llamada a salvaguardar el sistema de valores establecido en nuestra Constitución y el orden jurídico-político establecido. Ese nuevo constitucionalismo debe cumplir su auténtica función conjugando letra y espíritu con una aplicación concreta a la realidad. Se trata, en verdad, de la antigua lucha por transformar el poder desnudo en poder jurídico legítimo y sustituir el arbitrario gobierno de los hombres por el democrático gobierno de las leyes.

Corte Suprema de Justicia, Caracas, 12 Enero de 1999


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